Columnas de Opinión

Diario El País Uruguay

Ramiro
Correa

Economista Jefe

La competitividad, un desafío microeconómico

03/11/2025

La competitividad del país no se define solamente por la evolución del tipo de cambio, sino en la estructura de costos que enfrentan las empresas y en la facilidad a la hora de hacer negocios. Uruguay necesita una agenda de reformas microeconómicas que mire al Ministerio de Economía y Finanzas antes que al Banco Central. En Uruguay, la palabra competitividad suele aparecer cada vez que el tipo de cambio real se aprecia. Cuando el dólar cae, el reflejo automático es mirar al Banco Central. Sin embargo, el verdadero problema de fondo está en otro lado: en la maraña regulatoria, en las normas laborales rígidas y en la burocracia que enfrentan las micro, pequeñas y medianas empresas. La competitividad no se juega únicamente en el precio del dólar, sino en la capacidad del país para producir mejor. Las mipymes son el corazón del entramado productivo uruguayo: representan más del 95 % de las empresas y generan la mayoría del empleo privado. Pero también son las que enfrentan las mayores dificultades para crecer. El proyecto Uruguay Productivo, elaborado por el CED junto a la Cámara de Comercio y la OIT, muestra que buena parte de sus problemas de competitividad nacen en el marco regulatorio: una negociación colectiva rígida y centralizada, normas laborales que no consideran la heterogeneidad empresarial y una carga burocrática que consume tiempo y recursos. El sistema de Consejos de Salarios, cuya ley madre data de 1943, fija condiciones generales para sectores muy distintos entre sí. Una microempresa de Paysandú y una gran industria montevideana quedan sujetas a las mismas reglas, pese a tener realidades productivas, márgenes y estructuras totalmente diferentes. En las sucesivas rondas de negociación colectiva casi no se consideran las características de las empresas, que son las que deben generar los recursos a los efectos de hacer frente a los aumentos salariales propuestos. Esto genera un desajuste entre los costos laborales y la productividad efectiva, afectando la capacidad de las pequeñas empresas para contratar y formalizar empleo. En un país donde la productividad promedio crece menos del 2% anual, esa rigidez se vuelve un obstáculo para el desarrollo. Uno de los principales nudos del problema laboral uruguayo radica en la categorización de tareas. Actualmente existen más de 7.000 categorías laborales, muchas de ellas diseñadas hace medio siglo, en un contexto productivo y tecnológico completamente distinto. Cada categoría define qué tareas puede realizar un trabajador y cuál debe ser su salario mínimo. Si un empleado realiza tareas por fuera de su categoría, puede reclamar una remuneración superior o incluso considerarse despedido indirectamente. El resultado es un sistema rígido que desalienta la polivalencia, eleva los costos y expone a las empresas —sobre todo a las pequeñas— a una alta litigiosidad. Uruguay necesita transitar hacia un régimen de competencias y no de tareas, que priorice la flexibilidad, la capacitación y la eficiencia. Otro ejemplo de rigidez normativa se da en algo tan cotidiano como las licencias. Hoy, la ley obliga a que el trabajador tome al menos diez días corridos de descanso en un solo tramo, y solo permite fraccionar el resto bajo ciertas condiciones. Esto limita la posibilidad de distribuir los días de licencia a lo largo del año según las necesidades del trabajador o de la empresa. Adaptar esta normativa para habilitar acuerdos más flexibles —por ejemplo, que la licencia pueda dividirse en períodos más cortos, siempre que cada uno tenga un mínimo de dos días— permitiría conciliar mejor la vida laboral y personal sin afectar derechos adquiridos. Pero los obstáculos a la competitividad no terminan en el plano laboral. La regulación sectorial y la burocracia también pesan. Según el estudio del CED, abrir una empresa en Uruguay requiere en promedio 984 horas de trabajo administrativo, equivalentes a 41 días corridos. Y mantenerla operativa exige cerca de 400 horas anuales adicionales para cumplir con las obligaciones impositivas, laborales y sanitarias. En total, un emprendedor uruguayo puede dedicar casi dos meses al año solo a cumplir trámites. Esa carga no proviene de un vacío normativo, sino del exceso: múltiples instituciones, procedimientos redundantes y sistemas públicos que no se comunican entre sí. El mismo documento debe presentarse en más de una entidad, y cada gestión implica nuevas demoras y costos. Esta realidad no solo reduce la productividad de las empresas, sino también la del país. Cada hora que un empresario dedica a trámites es una hora que no destina a innovar, vender o producir. Uruguay necesita digitalizar y simplificar su estructura regulatoria si quiere fomentar el crecimiento de sus mipymes. La estabilidad institucional es un activo, pero la burocracia excesiva termina convirtiendo esa fortaleza en un freno. Por eso, discutir competitividad no debería ser un ejercicio macroeconómico sino microeconómico. No se trata de depreciar el peso, sino de remover los obstáculos que impiden que las empresas uruguayas produzcan más y mejor. Eso exige una agenda liderada por el Ministerio de Economía y Finanzas que avance en tres frentes: reforma de la regulación laboral para incorporar productividad y flexibilidad, simplificación normativa y reducción de la carga burocrática. El desafío de fondo es cambiar la mirada. Competitividad no es sólo vender más afuera, sino poder producir de forma eficiente adentro. Si Uruguay quiere dar un salto de productividad, debe empezar por sus pequeñas empresas. Ellas no necesitan un dólar más caro, sino un Estado más liviano, un marco laboral más adaptable y un entorno que premie el esfuerzo productivo. En definitiva, la competitividad no depende del tipo de cambio: depende del cambio de enfoque.